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Los discursos del presidente Petro ante la ONU y en las calles de Nueva York produjeron todo tipo de reacciones. Aún y si grandilocuentes y algo megalomaníacas, como suelen ser muchas de sus intervenciones, me incluyo entre los que agradecen que Petro no solo tenga una voz y un mensaje, sino que se atreva a usarlos.
No son tiempos propiamente normales los que corren. Sobre los Estados cada vez menos Unidos, lo último que se supo es que Trump autorizó el despliegue de tropas en la ciudad de Portland con la excusa de proteger las instalaciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) cuyos matones operan encapuchados desde la fuerza y el amedrentamiento de comunidades enteras. Eso y la imputación al exdirector del FBI, James Comey, por parte del Departamento de Justicia y como ejercicio de venganza política contra los enemigos de Trump. Para no insistir en un tercer ataque contra una embarcación en el Caribe como un ejercicio ya normalizado de control del supuesto narcotráfico (ahora ascendido a narcoterrorismo) que se resuelve volando gente en pedazos desde el aire con su respectivo video para las redes sociales.
Esta es más o menos la democrática situación política desde la que Petro –ahora descertificado pese a su errática política de drogas encaminada a agraciarse con los Estados Unidos (volver a las aspersiones con glifosato para nada)– osó tomar la palabra. En su discurso ante la Asamblea General de la ONU propuso una fuerza armada que defienda la vida del pueblo Palestino y se ofreció él mismo a combatir de ser necesario. Una bravuconada muy típica pero con algo de sentido metafórico como quiera que, entre discurso y discurso, el genocidio continúa. Su intervención, que también volvió a los ataques militares en el Caribe, contrasta con la forma en que fue tratado el discurso de Netanyahu, un personaje con orden de arresto internacional emitida por la Corte Penal Internacional al que se le garantizó el ingreso al país y la tranquilidad para expresarse con el fervor requerido para exigir que termine el trabajo emprendido en Gaza.
Es más, si Petro usó un megáfono en las calles de Nueva York para improvisar otro discurso en el que sugirió que los soldados de los Estados Unidos deberían desobedecer órdenes relacionadas con Gaza, el discurso de Netanyahu fue transmitido, también en Gaza, a través de altavoces militares israelíes y a manera de guerra psicológica contra una población devastada, con hambre, sin protección y forzada al desplazamiento permanente. En un contexto como el gringo, en el que volvió el macartismo con una agenda anti izquierda renovada, la disidencia es perseguida judicialmente; nadie está a salvo de ser objeto de cualquier abuso imaginable por parte de unas autoridades militarizadas, y los criminales de guerra amigos de la casa tienen tapete rojo y bocinas para legitimar sus atrocidades bélicas. El problema no es si Petro se pasó o no tres pueblos a la hora de dar sus opiniones; el lío está en que se atrevió a hablar con algo de dignidad.
Y la dignidad, que es un concepto bastante escurridizo y tantas veces manoseado por la propia izquierda, significa otra cosa para la derecha y algunos sectores del centro. La dignidad es saber vestir para una ocasión global (las guayaberas son de mantecos). La dignidad es saber dirigirse a un público específico, con decoro y buenas maneras. “El agitador se impuso al estadista” escribe Coronell. La dignidad es un tema de tono, de ser capaz de hablar lo justo, lo poco, lo apenitas, lo que está a la altura, lo que está a nuestra altura. “Petro desperdició la oportunidad de elevar la voz de todo un país” se lee en el editorial dominical de El Tiempo. “No estaba en su sano juicio” explica Luz María Sierra en su videopodcast de El Colombiano. Dignidad es saber oponerse a un genocidio con calma, con mesura, con elegancia, con visa.
