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Varias veces después de hacer explotar lanchas en el Caribe desde el aire la cifra de personas asesinadas ya va como mínimo en 21. El autoritario gobierno de Trump se lleva por delante el andamiaje institucional del ya maltrecho derecho internacional con un guión perezoso y malintencionado: es que todos son narcoterroristas y estamos en guerra con los carteles, cuyas drogas van en esas lanchas rápidas...
Por el Caribe no viaja en su mayoría la cocaína pues lo hace por el Pacífico, según información del propio gobierno de los Estados Unidos. En esas lanchas puede o no haber traficantes, no lo sabemos, pero tampoco existe una guerra avalada por el Congreso. La idea de promocionar los videos en los que las lanchas estallan como si se tratara de una acción bélica legítima (o una serie de Netflix que entretiene) supone que no les importa incurrir en ejecuciones extrajudiciales. El fentanilo ni siquiera hace parte de los emprendimientos criminales de la región. Atacando lanchas, por muy ciertas que sean las falsas premisas, tampoco habría un avance real en la supuesta guerra contra los carteles.
La estrategia está encaminada a presionar al gobierno dictatorial de Maduro, no obstante las vidas que se va llevando. La nueva Nobel de paz es tan valiente como cómplice: las dos cosas son posibles a la vez. María Corina Machado no le ha sido indiferente a la injerencia militar de los Estados Unidos y no está sola en ello. Desde la perspectiva de más de un opositor al régimen que ha sido perseguido o encarcelado, muchas veces sin explicación alguna (tal y como lo hace ahora Trump) tiene sentido ver salvadores en cualquier justiciero. El premio Nobel de Paz también puede quedarse en eso, un premio más. O llevar, quizás, a la consolidación de una transición pacífica. Pero es igualmente probable que termine de envalentonar el matoneo estadounidense.
Lo único paradójicamente positivo de la deriva autoritaria de los gringos es que recuerda lo arbitrario que siempre ha sido el tema: lo que está haciendo Trump con sus drones y demás juguetes de guerra no es tan exótico. Para relativizar el pésimo rato quizás deberíamos preguntarnos qué es, en últimas, la guerra contra las drogas. Una metáfora, dicen algunos, como cuando se le declaró la guerra al terror, que era una emoción. Una guerra más o menos fría.
Los estudios sobre seguridad y guerra de algunos centros de pensamiento europeo y estadounidenses solían considerar que las guerras importantes se dan entre potencias. La primera y la segunda guerra mundial se llevan el monopolio de lo que es una verdadera guerra. Para todas las otras, coloniales y poscoloniales incluidas, hay otros conceptos: pequeñas guerras, guerras marginales que no entran en el canon, guerras de baja intensidad, limitadas, violencias. En fin, guerras contra las drogas.
Pero no es así. Como otras guerras coloniales (para efectos prácticos la coca sigue siendo considerada cocaína por las Naciones Unidas), la guerra contra las drogas ha sido un laboratorio para testear tecnologías. Un teatro de guerra, como en este caso. Una excusa. Las guerras de Ucrania y Palestina bastante le deben al Putumayo. O qué fue si no el Plan Colombia y su guerra aérea contra la planta, la gente y su entorno.
La guerra contra las drogas, parecería absurdo enunciarlo, es por sobre todo eso, una guerra.
