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Brasil está de luto. No hace mucho que murió uno de sus intelectuales más notables.
Sobre el apelativo, claro, Millôr Fernandes habría sacado alguna ingeniosa queja con doble sentido, ironía, rima y hasta humor. “Finalmente se descubrió para qué sirve un intelectual: para conferir respetabilidad a los culos en las revistas para hombres”, escribió alguna vez.
Pero lo fue, y como tal se lo está conmemorando. Millôr se formó en el periodismo desde muy joven, escribió crónicas, reportajes y columnas de opinión, también libros, tradujo al portugués a Shakespeare, a Monterroso, hizo caricatura. Era incansable. “Después de bien ajustado el precio, se debe trabajar siempre por amor al arte”, decía, y su arte siempre hizo reír.
Lo del intelecto, supone uno, se lo reconocieron rápidamente. ¿Traducir a Bertolt Brecht? Pues sí. Y también a Molière. Inglés, alemán, francés, español, lo que tocara. La parte combativa del intelectual, sin embargo, le tocó sufrirla. La dictadura militar, de más de veinte años, lo agarró ya curtido en letras. Y entonces se le opuso, con periódico satírico y todo. De esa época, es obvio, quedaron secuelas. Y por fortuna aforismos: “La apertura política es indiscutible. Ya estamos viendo las tropas y los tanques al final del túnel” (o: “el delator se gana el pan con el sudor de su dedo”).
Contra el poder y la autoridad, entonces. Y lo dijo a su manera: “los que están contra la desobediencia civil están naturalmente a favor de la obediencia militar”. Pero además, con una sensibilidad particular hacia los de abajo: “Ser pobre no es un crimen, pero ayuda mucho a llegar a él”.
En lo personal, igual, creo que su particularidad más atractiva era la exaltación de los perdedores, de los frustrados, de los poca cosa. Ahí era, ahí es, imbatible. Un último ejemplo: “¿Por qué será que vine al mundo para sentarme en la última fila detrás de esta columna?”.
