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La marcha contra las fumigaciones con glifosato que se llevó a cabo en Tumaco viene antecedida de un clamor popular, diverso, académico y hasta cierto punto internacional, dada la participación de los relatores de las Naciones Unidas. El gobierno sordo de Duque insiste, sin embargo, en su estrategia, avalado por la certificación de los Estados Unidos y la incapacidad de la administración de Joe Biden para tomar distancia de una ruta de navegación impositiva, costosa social y ambientalmente, que no lleva a ningún lado.
Salvo que se ponga sobre la mesa la inercia de la política antidrogas gringa hacia el sostenimiento económico de una serie de actores militares y privados (los dichosos contratistas) interesados en la reproducción de la obsoleta receta antidrogas, las comunidades realmente afectadas por el uso del glifosato seguirán siendo obviadas por las autoridades colombianas. A las comunidades campesinas, indígenas y negras solo les queda marchar.
Esta es la hora en que, pese a las amenazas de los ministros de Defensa de Duque, seguimos sin acceso público y veraz a las audiencias que la Corte Constitucional exigió para que se reanudaran las fumigaciones. Nos han hablado de avionetas acondicionadas y listas para asperjar, de drones y mecanismos de distribución exacta, limpia, atinada e inocente, pero los derechos a la participación, la consulta previa y el debido proceso ocurren en espacios tan virtuales como imaginarios. Denominadas increíblemente con frases como “análisis de riesgo para la salud humana” (sic), las reuniones suelen ocurrir de puertas para adentro.
Consultas privadas.
Para las familias que se acogieron al programa de sustitución voluntaria de coca, en vez de proyectos productivos no hay respuestas satisfactorias. El incumplimiento de lo pactado en el Acuerdo de Paz con las Farc sacó a las calles a consejos comunitarios, resguardos y juntas comunales. Una movilización pacífica y ejemplar.
En Tumaco y otras regiones del país hay violencia más allá de los grupos armados. Una violencia estructural. Proviene de la incapacidad del Estado para escuchar.
