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La anunciada unificación de metodologías para el conteo de asesinatos de líderes sociales es un juego de números para el fiscal (como consejero para los Derechos Humanos, gustaba de andanzas parecidas) y una política seria de invisibilización.
La propuesta fue tildada de “gran retroceso”, “truco de relaciones públicas”, “maquillaje” y demás posibilidades para referirse a lo que es una forma burda de alterar las estadísticas.
La estrategia es clara. La Fiscalía asume el doble rol de investigar y esclarecer mientras hace el conteo al mismo tiempo. La Procuraduría y la Defensoría del Pueblo renuncian a su independencia y por supuesto no promueven más la actuación de la justicia.
El fiscal vuelve a autoconsiderarse el mejor funcionario. Las ONG y las organizaciones sociales, que por lo general manejan cifras diferentes a las oficiales, pierden aliados institucionales. Se les pone un tatequieto a los movimientos que defienden los derechos humanos (un sueño uribista de siempre). En fin...
El Gobierno se dirige hacia una política de la invisibilización, redefiniendo categorías y muy probablemente adelgazando definiciones operativas de lo que es ser un defensor de los derechos humanos en Colombia. Entre tanto, el último informe de Human Rights Watch los define ampliamente como líderes comunales, indígenas, campesinos, afrodescendientes y comunitarios, sindicalistas, defensores de víctimas y de los derechos de las mujeres.
Otra repercusión de la unificación de cifras apunta entonces a un desdibujamiento de la identidad de los líderes sociales. Y esta no es una maniobra de invisibilización aislada. Se suma a la insistencia en el narcotráfico (nunca la política de drogas) como el único culpable de los asesinatos. Acá no hay líderes, hay narcos. Se matan entre ellos.
A la política de invisibilización el Gobierno le suma un buen tanto de su contrario más literal, al militarizar todo con su ineficiente Plan de Acción Oportuna. Los líderes sociales son invisibilizados, pero se ven los militares.
