En su quinto aniversario la ley de víctimas y restitución de tierras arroja un balance bastante pobre. Entre los que conocen el tema y los que han tenido que padecerlo, abundan las críticas y los reparos.
En números cerrados no hay mucho para celebrar más allá de las solicitudes formales de restitución. En materia de seguridad la persecución y el asesinato de los líderes sociales imposibilitan cualquier posibilidad de conmemoración. La capacidad estatal no es la misma en todas las regiones del país. La geografía del posconflicto prioriza ciertas áreas por sobre otras. La contrareforma agraria de los paramilitares supone retos superiores a las capacidades institucionales para modernizar la tenencia de la tierra. Como en los tiempos de la Comisión Especial de Rehabilitación en el 59, o de los planes de rehabilitación de Betancur, de Barco, las zonas de colonización campesina están a la espera de una política agraria a la altura de los compromisos adquiridos. En fin, la envergadura de los pendientes es paralizante.
Y sin embargo, basta con retomar las intervenciones del Centro Democrático para defender y arropar lo conseguido con la ley de víctimas y restitución de tierras. En cinco años no han cesado las trabas, las zancadillas, los palos de rueda y las andanadas contra su zigzagueante y dubitativa implementación. A la Ley se oponen políticos con poder de mando como Álvaro Uribe, funcionarios con futuro electoral como el procurador Alejandro Ordóñez, voltearepas de profesión como Alfredo Rangel y esbirros indecibles como la senadora Cabal y su locuaz esposo. Si son ocho o diez millones los ciudadanos etiquetados como víctimas, incluidas las personas violentadas por las guerrillas, difícilmente habrá espacios para la empatía entre los simpatizantes de la guerra que ahora llaman resistencia civil.
La ley de víctimas y restitución de tierras es histórica y cumple años a pesar del panorama político (y armado) que la vio nacer.