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Con o sin descertificación por parte de los gringos, el examen al que todavía tenemos que acudir, con rodilleras y la tarea hecha a medias, es el de la cantidad de hectáreas de coca cultivadas. La cifra con la que fue reprobada la pasada asignatura apunta a las 252 mil hectáreas sembradas, según el coladero escolar que es el Informe Mundial sobre las Drogas de la todopoderosa Oficina de las fisgonas Naciones Unidas contra la Droga (para efectos prácticos, la coca sigue siendo considerada cocaína) y el Delito (que convierte colonos y campesinos en ilegales).
Cualquiera sea la decisión de este o los siguientes años, lo que está en juego para los que viven de la economía cocalera va más allá de la imagen de unos alumnos que es preciso calificar (o en el lenguaje infantil de la burocracia estadounidense: descertificar). Recomiendo al respecto una pasada por el pódcast “La Conversa del Observatorio”, del profesor Francisco Gutiérrez, en el que entrevista al líder campesino Arnobis Zapata Martínez. Sobre su paso por las labores de raspachin, Zapata explica el día a día de lo que es un trabajo contrario a la idea, esa sí gratuita, del dinero fácil.
A las 5 a.m. y con la barriga vacía arranca el turno: raspar, recorrer la loma y cargar arrobas de hoja de coca, hasta arriba y hasta el desayuno. A las 12 inicia de nuevo la cosecha y, si es necesario y no se ha conseguido lo requerido, un tercer envión. Tal y como lo registró en su trabajo Federico Ríos en una serie de fotos sobre coca, Zapata explica cómo, con el pasar del día y la subida del sol, lo que era una hoja suave se convierte en una especie de lija. Las manos ya quebradas, empaque, cargue y, si es preciso, ayude a revolver, con el calor que no amaina y los químicos que hacen de las suyas.
Contrario a lo que se dice desde Bogotá y otros alegres centros de decisión, la riqueza de los cocaleros que tienen comúnmente entre una y tres hectáreas asciende a dos salarios mínimos. Muy poco como para viajar a Washington a insistir en que lo mejor sería tirarles de nuevo glifosato encima, pero una fortuna en comparación con lo que se logra con otras actividades. La mayoría de cultivadores que conozco, agrega Zapata, en su buena racha lograron darles estudios universitarios a sus hijos.
Estamos en los predios del ascenso social que viene con la economía de la coca. Un tema ya transitado académicamente por el propio Francisco Gutiérrez (“la coca es el desarrollo alternativo en Colombia”) y algunas de las investigadoras e investigadores del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes… entre otras, porque lo cierto es que entre las estudiosas de la economía cocalera (clave revisar lo escrito por Estefanía Ciro y su equipo encargado de redactar el capítulo de la guerra contra las drogas para la Comisión de la Verdad) ya hay suficiente información empírica y teórica como para darle un giro a la política de drogas.
Es más, Petro pide que vuelva la aspersión: uno de los alumnos que había entendido por qué la insistencia en el glifosato aéreo es una política errática tanto social y ambiental como estratégicamente (tampoco disminuye la oferta). La suya es una salida en falso que la Corte Constitucional impedirá hasta que no se garantice una serie de parámetros técnicos que no ocurrirán.
El problema crece y es, por lo menos, doble. Por un lado, la intimidación discursiva del uso del glifosato como arma química no está desterrada ni tan siquiera de la izquierda progresista. Por el otro, no hay una política seria en el panorama que plantee por fin la regulación del mercado de la coca y permita cuestionar la mirada satelital que visualiza el desarrollo en hectáreas de coca erradicadas.
