La idea es aparentemente sencilla. El sentido común se impone. Llegaron los narcos (de la nada, como una tsunami), el crimen se organizó, las cárceles se convirtieron en una universidad del delito y se dispararon los índices de homicidios. La política, tras el asesinato de un candidato presidencial, cambió para siempre. Es más, seis detenidos de nacionalidad colombiana estarían involucrados en el asesinato de Fernando Villavicencio. En fin, Ecuador se colombianizó.
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Otros países igualmente asediados por el narcotráfico han hecho uso de la comparación. México se colombianizó. Argentina se colombianizó. Brasil igual. Hasta El Salvador se habría colombianizado.
Y ello, pese a que la bukelización de las políticas de seguridad a nivel regional gana sus adeptos. El propio presidente de Ecuador, tan cercano a Duque y a nuestro fiscal, optó por hacer explícitas en sus redes las imágenes distópicas de los reos sometidos, no sin antes legalizar el porte de armas ciudadano.
Como eslogan, la colombianización de lo habido y por haber es un comodín. Otras lecturas menos olímpicas, entre tanto, perturban la facilidad con que lo explica todo.
Que el Plan Colombia la emprendiera a punta de glifosato con el departamento de Putumayo, por ejemplo, solo llevó a que los cultivos se trasladaran a Nariño. La conflictiva frontera con Ecuador es un resultado de la fallida política de drogas. El prohibicionismo y su rol en el fortalecimiento del mercado ilegal de drogas pasa de agache pese a sus obvias implicaciones.
A nivel nacional, en Colombia es apenas entendible que ante los hechos recientes ocurridos en Ecuador los entusiastas de la guerra contra las drogas regresen a las peticiones de siempre. Son los mismos que felizmente defendieron la tracalada de glifosato que fue arrojada en la frontera hasta que la Corte Internacional de Justicia intervino.
Desde una mirada regional que pretenda dialogar seriamente con la política global de drogas, no se puede insistir en la idea fácil de la colombianización de los demás.