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Y vuelve la espada de Bolívar. Al discurso político, a la calle, a las portadas de los medios y las redes sociales. Desenvainada, dice Petro, como “guía del pueblo colombiano”. La idea general, si se entiende bien, es que la espada, que era un símbolo de libertad, lo es también de la búsqueda de justicia. Y más aún ahora, de justicia social. O de la necesidad de impulsar las reformas incluidas en la consulta popular.
Hasta ahí todo es más o menos predecible. No es la primera vez en que Petro le da un uso político a la espada de Bolívar. Como se recordará, ya en la posesión como nuevo Presidente de Colombia, Petro pidió “que nunca más esté enterrada, retenida”.
Como herramienta de comunicación con la movilización, con la gente, con el pueblo (y lo electoral) puede que la Espada de Bolívar tenga alguna efectividad. Pero es difícil saberlo, por ahora, sin las investigaciones etnográficas que le pregunten a los directamente implicados si se sienten o no interpelados con ese lenguaje, que otras ya han criticado por fálico y de machitos y muchos más han cuestionado por teatral y fetichista.
Además de violento, como quiera que si remite a las gestas revolucionarias y subversivas también debería ocuparse de sus desmanes. ¿O no pasó la sombra de la tan anhelada espada por los lados del juicio popular organizado por el M-19 para la ejecución en 1976 del líder sindical José Raquel Mercado, acusado de traidor de la clase obrera? Lo que no se entiende de toda la gesta heroica con que Petro celebra la espada de Bolívar, y recuerda y reivindica el legado del M-19, es su relación con el cambio o el silencio de un sector amplio de la izquierda petrista que se reconoce como progresista.
¿No hay, no podría haber otros símbolos menos decididamente masculinos y pendencieros para una justicia social reformista?
