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En la guerra hay una especie de lenguaje para la cautela. Un conjunto de enunciados y expresiones con el que se pretende, muchas veces sin éxito, identificar los límites de lo que se puede y lo que no. Estamos ante el “derecho internacional humanitario”. El derecho que le busca límites a la guerra mientras recalca las razones para hacerla.
Unos dirán que se trata de la misma ideología liberal con la que democracias occidentales como la de los Estados Unidos pretenden justificar sus guerras. Otros agregarán que ese orden liberal posterior a la segunda guerra mundial dejó de existir.
Cualquiera sea el caso (los dos son ciertos), el tema de fondo es Israel. Como reacción a los ataques indiscriminados de Hamás que muchos lamentamos y unos más consideraron un acto de resistencia y liberación, Israel respondió desde la desproporción con el apoyo hipócrita de los Estados Unidos, su andamiaje armamentístico y la superioridad real y performativa de tecnologías varias.
Se pasaron tres pueblos (y borraron cientos más). La idea misma de líneas rojas, tan propia del lenguaje amigo de los límites con que debe hacerse una guerra justa, ha sido abiertamente desdibujada una y otra vez. Y no solo son las líneas rojas, convertidas en carriles rápidos de exterminación. Es la parafernalia lingüística que le sigue: la retórica de las armas de precisión, las incursiones controladas, los misiles inteligentes.
Lo explican politólogos más autorizados: los triunfos militares en la franja de Gaza (un genocidio, valdría agregar), seguidos del nuevo desmadre en el Líbano, son todos tácticos. Obedecen a las necesidades políticas inmediatas de Netanyahu (¡el mesurado de su entorno!). No hay por tanto un interés en una salida política.
La estrategia parecería ser la de incentivar una guerra con Irán, cuyos cohetes rápidos e interceptados son una bravuconada al lado de las líneas rojas que también podrían cruzar al terminar de armar su propio programa nuclear de disuasión.