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Con el nombre de “progreso americano” se le conoce a la pintura de John Gast en la que colonos se expanden hacia el oeste su “destino manifiesto”, gobernados por la creencia en un orden natural de las cosas.
En la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos puede consultarse una versión digital del grabado, en el que América es Columbia, una divinidad rubia y alta que lidera y encarna la civilización. En el cuadro, los nativos indígenas se mueven en la misma dirección de los carruajes, locomotoras, bisontes, caballos, mineros, viajeros y colonos de sombrerito y escopeta. El progreso, podría decirse, como que también es con ellos. El desmadre con que fueron tratados no aparece por ningún lado.
Sin tanto romanticismo embellecedor, pero con una actitud heredera de lo mismo, Trump dejó de exigir que cierren la frontera para pedir que se abran muchas más. Material y emocionalmente es requerido el famoso “espíritu de la frontera”, en el que el hombre blanco habría forjado su temple y vocación de iluminador de las tinieblas y emancipador de las zonas salvajes. El cambio climático en el que supuestamente no creen Trump y los suyos derritió el ártico y ahora señala con el mismo poder bíblico inmortalizado en la pintura anterior el camino hacia Groenlandia. Otro Dorado de minerales costosos, raros y necesarios para la transición energética.
Comprarle Groenlandia a Dinamarca, que no está en venta, entra en el discurso; anexarse Canadá, también. Retomar el Canal de Panamá, rebautizar el Golfo de México para que se llame Golfo de América… con esas y otras bravuconadas inicia un gobierno que preocuparía menos si en el pasado no se hubiesen cargado ya y sin pestañear, como en la pintura, con tierras indígenas (y mexicanas). De Hawái y Puerto Rico, que alguna vez fueron de otros, el sueño de la expansión ya no solo del nazi sino del colonialista que quiere ser Elon Musk viaja hasta marte. Todas las fronteras valen.