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No es mala la idea de Iván Cepeda sobre la entrada de Álvaro Uribe a la justicia transicional. De Uribe ahora sabemos que es responsable de los delitos de fraude procesal y soborno en actuación penal. Estamos ante un ciudadano que también es un criminal. Un político, además, sobre el que faltan cosas por contar. Tiene, por tanto, bastante sentido que lo haga ante un tribunal transicional mediante el que, a cambio de verdades, reciba beneficios legales.
La idea de ver a Uribe en un proyecto reconciliatorio y de compromiso con algún tipo de reparación es un propósito lejano, pero no por ello indeseable. Con todo, le creo más a Cepeda su deseo de impulsar un proyecto de esta naturaleza a través de la dignificación de los mecanismos que ofrece la justicia transicional que al propio Gustavo Petro, quien se sumó a la propuesta.
Al margen de la ahistórica polémica sobre si Petro recibió o no un indulto como parte de su paso por la guerrilla del M-19, de lo que se trata es de respetar el valor moral de las víctimas, cualquiera sea su victimario. Así como de enaltecer el compromiso con otras dimensiones de la justicia transicional igualmente simbólicas.
Para cuando Petro dejó las armas, ni el país ni la comunidad internacional contaban todavía con un diccionario político apropiado para impulsar y defender los mecanismos de la justicia transicional. Lo que sí cambió desde entonces fue el inicio de la apertura a otras formas de practicar la justicia en las que las cárceles y el castigo no son el nudo central de la operación.
Sí lo es, en cambio, un compromiso con las ideas de la no repetición y otros elementos que el presidente Petro ha obviado recientemente y en diversas ocasiones, defendiendo banderas del M-19 y optando por alardear de sotanas y sombreros relacionados con los combatientes por encima de sus víctimas.
