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LA APROBACIÓN DE LA LEY DE VÍCtimas, que por fortuna muy pocas personas lamentan (por lo menos en voz alta), le abrió paso a un espectáculo bochornoso en el que políticos de diversas tendencias reclaman la paternidad del nuevo crío legislativo.
Desde los senadores liberales Cristo y Rivera, que no sin razones asumen la responsabilidad, hasta el propio Lozano, cuyo partido y mentor le pusieron varias trabas a la iniciativa, todos quieren salir en la foto con las víctimas. El propio presidente Santos, nos lo recuerdan a cada rato, se tomó la molestia de radicar el proyecto en el Congreso (tan mal estábamos).
Total que las víctimas están de moda. Y está bien que así sea, como para variar. O por lo menos para equilibrar, tras varios años en que la Ley de Justicia y Paz les abrió las portadas de las revistas y los periódicos a los victimarios.
Con todo, las que no aparecen por ningún lado son las propias víctimas. Además de los aplausos y los réditos exigidos por los políticos, quizás sea hora, también, de reconocer que las víctimas fueron las que se organizaron para resistir, condenar, denunciar y hasta ver morir a algunos de los suyos. Aunque no estamos ante un grupo de borregos inanimados, una diversidad de voces políticas y periodísticas nos mueven a pensar en las víctimas como si estuviésemos ante menores de edad que requieren de nuestros cuidados.
Nada más errático que esta tendencia a reducir la capacidad de reacción de las víctimas, tras más de veinte años de diseñar estrategias para oponerse al olvido y exigir justicia. Si queremos que la Ley sirva para algo debemos empezar a pensar seriamente en un trato respetuoso, antes que afectivo. El problema no es de simple perspectiva. Una visión paternalista como la que impera por estos días de celebración parte de la base, abiertamente elitista, de que las víctimas nunca dejarán de serlo.
No obstante que esta misma Ley sea ya un triunfo que las convierte en otra cosa.
