Con todo y lo predecible de la tradicional marcha de carritos y carrotanques de todos los tamaños y formas fálicas, el ambiente del desfile militar fue diferente. Y el mismo de siempre a la vez. De exaltación de lo épico a partir de la retórica trasnochada de los héroes. Pero también, de recordación de los estragos de la guerra con la presencia de los soldados víctimas de las minas antipersona.
Así lo comentó en Twitter el senador Antonio Navarro: “La metieron toda... Tremendo desfile militar y policial este 20 de julio. Debe ser el más grande de la historia”. Y sí. El Gobierno no fue tímido y puso a gritar la Independencia a cuanto avión hubo disponible para la ruidosa tarea.
Se celebró la paz, vale, pero desde el lenguaje de la guerra. El resultado de la puesta en escena fue confuso. La pompa militar suponía una agresividad desmedida que se sostiene, entre los civiles, en la exaltación de la bandera y el himno. Más que ciudadanos, en esta definición de patria se exigieron hinchas (un narrador televisivo del espectáculo habló de tener “fe en la causa”).
La patria, esa sí boba, que promueven los desfiles militares es sorda a las actualizaciones. En épocas de posconflicto el Eln, las bacrim y las disidencias de las Farc legitiman ese patriotismo. Pero otras formas de relacionarse con la fiesta de la Independencia son posibles. Desde el marco de la memoria histórica el héroe militar puede colgar la capa para contar lo que vio. Aquello que lo persigue.
Con sus halagos y condecoraciones, los desfiles militares también son una forma de camuflar realidades sociales. El legado de los militares en la guerra pasa por reconocer injusticias como las del servicio militar obligatorio para los jóvenes de bajos recursos. En vez de exigir el respeto a los símbolos patrios, hay derechos republicanos, de participación e igualdad ante la ley por los que sí vale la pena marchar.