La política del rubor

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Nicolás Rodríguez
22 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.
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La Comisión de la Verdad cumple con un papel trascendental en una coyuntura casi que imposible. Es una de las encargadas del posconflicto, cuando todavía hay señales claras de conflicto (adiós a la no repetición). Tiene recursos económicos limitados, cuenta con poco tiempo para hacer mucho y más encima carga con una oposición, la mayoría de las veces, injusta.

Sin ningún interés en agregar a sus dificultades, cabe mencionar un aspecto de entre muchos que quedan por comentar. Se le podría llamar una cuestión de tono, pero de lo que se trata realmente es de intensificar los espacios abiertos para la humillación de los que acuden ante el tribunal.

Justamente porque no se trata de un tribunal judicial en el sentido tradicional de la palabra, la Comisión de la Verdad tiene entre sus funciones no escritas la de encontrar formas de resarcir a las víctimas a través de mecanismos alternativos. Al no haber castigos puntuales e individualizados para los perpetradores como los que sí tiene la justicia ordinaria, la Comisión de la Verdad cuenta con otro tipo de poderes. Simbólicos, quizá, pero no por ello menos efectivos.

En otros contextos, uno de esos poderes siempre ha sido el ejercicio de la humillación, entendida acá como algo noble y no necesariamente malo o burletero. El abatimiento del orgullo y la altivez, diría el diccionario. Hacia allá es que va la política de la humillación de la que todavía carece nuestra Comisión de la Verdad. Nuestros victimarios rara vez se sonrojan.

Sobre los encuentros a puerta cerrada con las víctimas es poco lo que se puede decir. Sin embargo, no basta con los pedidos más o menos libreteados de perdón que le han sido comunicados a la opinión pública. Líderes importantes de las Farc no transmiten arrepentimiento en sus explicaciones. De parte de algunos militares ha habido más farsa, descaro y silencio que rubor. No hay vergüenza.

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