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Desde la JEP anuncian que, en el caso que investiga las “muertes legítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado”, el número que se pensaba era escandaloso en realidad es conservador. Las asociaciones defensoras de derechos humanos dan por hecho que irá en aumento. Arrancamos en 2.248 casos y vamos en 6.402.
El informe que dio origen al caso surgió en la Fiscalía. Se afirma que en 2002 los números se dispararon, con una etapa crítica entre 2006 y 2008. A las víctimas de zonas mayoritariamente rurales se sumaron las urbanas. Siempre tras los pasos de personas vulnerables.
Al caso le falta información por cotejar. Los aludidos, sin embargo, pretenden sabotearlo. Uribe tituló así su reacción: “Respuesta al sesgado comunicado de la JEP”. Además de autoelogios y ataques, nos da la lista de organizaciones que estarían en su contra, con la estética más bien amenazante de un panfleto. Y llama la atención la candidez del punto 11: “Siempre me pregunto, si nuestra tarea hubiera sido propiciar el asesinato, por qué el país avanzó tanto en seguridad”.
En esta idea se concentra lo tramposa que es la narrativa de la política de Seguridad Democrática. Dos preguntas básicas: ¿seguridad para quién? ¿Y a qué precio? En cifras generales, la llegada de Uribe supuso una reducción significativa de asesinatos y secuestros; para otras personas, como los jóvenes de los que nos habla la JEP, las políticas de seguridad arrasaron con sus derechos humanos.
A la espera de verdades que acerquen a los familiares de las víctimas a algún grado de justicia, la JEP abre espacios para un relato de la historia reciente menos celebratorio de la política de Seguridad Democrática. Pronto será escandaloso afirmar que el país avanzó en seguridad cuando se sabe que al mismo tiempo otros fueron engañados, perseguidos, raptados, masacrados y eventualmente presentados como victorias militares por el Estado colombiano.
