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Varios son los damnificados por que el glaciar que adorna la Sierra Nevada desaparezca.
Las ventas de coloridos libros para sala, por ejemplo, perderán un aliado natural. Como también lo harán las postales turísticas que prometen un contacto directo con la naturaleza y la posibilidad de una vida espiritual para el fin de semana.
Como bien lo afirmó el presidente Santos días después de que se lograra apagar un incendio que fue noticia tardía, la Sierra pronto dejará de ser nevada. En 2030, al parecer, los bosques y los picos nevados ya no ofrecerán el espectáculo que ha permitido en buena parte que diferentes administraciones eduquen en la importancia de la biodiversidad, las áreas protegidas y las comunidades locales. Sin nieve no hay foto presidencial con los koguis que valga la pena.
A tono con las tendencias globales, se responsabiliza al cambio climático de lo que ocurrirá. Como debe ser. Pero se deja de lado lo que ya pasó. O mejor, los que ya pasaron: primera oleada de colonos que huyen sin mucha alternativa tras la época de la Violencia, guaqueros, llegada de la marihuana, incursión violenta de las Farc, puesta en marcha del batallón militar de alta montaña, cultivos de coca y saneamiento de la zona con la participación del paramilitarismo (que también ayudó a encarrillar las locomotoras).
Lo que sucede, y ya no lo que ocurrió o lo que ocurrirá, tampoco hace parte de las entristecidas declaraciones oficiales: nada sobre las cuantiosas inversiones en zonas aledañas, sobre el cambio en el reparto de la tierra o los proyectos agroindustriales con que los mamos muy seguramente ya perdieron la poca fe que les tienen a sus hermanos menores (“la sabiduría de ustedes va a ser una fuente de inspiración durante mi mandato”, les dijo alguna vez Santos).
El que llega en avión ya no verá la nieve, pero tal vez vuelvan las avionetas con las que el glifosato ha hecho presencia.
