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Hay algo profundamente condescendiente en el argumento de quienes apoyan la adopción de parejas del mismo sexo, por motivos de pesar y lástima hacia los niños que no tienen padres. El estribillo “peor es nada” no debiera ser el lugar desde el que se promueve inclusión y se defiende la diferencia.
En ese mismo sentido, mucho de lo que se ha avanzado en materia de derechos para las personas lesbianas, gay y bisexuales no les significa necesariamente un mejor nivel de vida a los transexuales e intersexuales. De nuevo, hay violencia en la condescendencia de quienes los incluyen mecánicamente en todas las conquistas del sector hegemónico de los LGBTI.
En días recientes, la atención se ha centrado en el matrimonio entre parejas del mismo sexo, acaso con la idea de que si unos mejoran sus condiciones de vida en el mundo de los LGBTI, tarde o temprano todos lo harán. Pero lo cierto es que transexuales e intersexuales no siempre comparten agenda con el resto de personas que habitan el acrónimo LGBTI.
Más allá de si sueñan o no con casarse, además de los retos enormes que supone ser reconocidos por el Estado en una cédula de ciudadanía o ante una libreta militar, primero está defender sus propias vidas de los abusos policivos y la intolerancia ciudadana. Pues si desde hace algunos años el homosexualismo era motivo de cárcel, ser transexual o intersexual, hoy, es razón suficiente para otro tipo de condenas.
Muy satisfactorio entonces ver que el matrimonio igualitario avanza por encima de procuradores y delegadas para el mantenimiento del orden decimonónico. Sin embargo, así como la propia sentencia de la Corte Constitucional en el tema del matrimonio igualitario se negó a abordar lo que tiene que ver con trans y otras identidades, de las conquistas contra la homofobia, no se sigue que todos los que están en los LGBTI quieran celebrar. O que sea, siquiera, la misma batalla.
