La crítica a la justicia transicional no debería ser motivo de tanta crispación. La teoría presidencial de la asimetría que habría en el trato judicial que reciben militares y excombatientes frente al de ciudadanos comprometidos en hechos de violencia, pero sin tribunal alguno que los obligue a dar sus verdades, merece ser tenida en cuenta. El debate sobre terceros involucrados (políticos, empresarios, multinacionales, etc.) no es intrascendente.
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Dicho lo anterior, la otra teoría promovida por el Gobierno, la de la necesidad de una verdad total, es una línea roja para los estudios sobre la memoria. Estudios que, en realidad, son sobre las memorias, en plural y en disputa. Por definición incompletas e inacabadas, siempre abiertas a nuevas interpretaciones. La idea de una verdad final recuerda las leyes de punto final tratadas en el Cono Sur para asegurar la impunidad de los implicados en las dictaduras.
La fragmentación de la verdad, como le llama el presidente al trato que reciben unos y otros actores involucrados en el conflicto armado, obedece a los diferentes ensayos institucionales que conforman nuestra justicia transicional. El resultado puede ser frustrante pero no deja de ser el fruto de acuerdos políticos que en su momento se hicieron por las vías democráticas disponibles, fueron mejorados por la institucionalidad (el caso de Justicia y Paz que arrancó bajo Uribe como tribunal de olvido) y contaron con el acompañamiento de actores internacionales.
Por lo demás, el presidente decide cuándo es que la categoría de la víctima y el valor moral de los mecanismos transicionales le son útiles. Por un lado, nos informa, con razón, que llegó la hora de una Comisión de la Verdad para la brutalidad policial durante el paro nacional de 2021. Y por el otro, sin rubor alguno, no ofrece ningún tipo de reconocimiento o respeto frente a las víctimas del M-19, cuya bandera exige que se ondee una y otra vez.