Por estos días la entrada al puerto de Buenaventura se hace a través de relatos de violencia. De otra manera no hay caminos que lleven al Pacífico.
En particular, las llamadas “casas de pique”, en las que los cuerpos de habitantes de la región son torturados y desaparecidos, se han convertido en la foto que ilustra la historia que se quiere contar.
El relato que se desprende es aterrador. La única reacción posible frente a los hechos escogidos para hablar de Buenaventura es el desprecio o la indignación. “Sólo basta decir que esos son comportamientos de bestias”, dijo el ministro Pinzón. “Por favor, hagan algo”, exclamó una periodista desde Bogotá.
Con estas y otras espontáneas miradas de reprobación y auxilio, la zona tiende a convertirse en el objeto de una serie de fantasías que reposan en varios supuestos. Que una situación tan excepcional y extraordinaria no puede tener un contexto, por ejemplo. Con lo que nadie responde por continuidades políticas (frustrada desmovilización del paramilitarismo entre un gobierno y otro) o paralelos regionales (los Urabeños, que vienen de Urabá y no nacen en el Pacífico, como su nombre lo indica).
Y que toda la inhumanidad y barbarie, se argumenta, recaen en el narcotráfico. Antes de ser un fenómeno con dimensiones sociales, este último es visto como una suerte de enfermedad tropical que anida con los moscos. Una pandemia que es preciso fumigar. Por esa misma vía de escape, el desplazamiento no cabe entre las consecuencias de un modelo de desarrollo extractivo que exige que indígenas y afrodescendientes sean expulsados de sus tierras.
Las truculentas casas de pique permitieron que Uribe y Santos hicieran presencia en Buenaventura, como era de esperarse en época de elecciones. Pero desmembrar cuerpos es tan problemático como descontextualizar historias. En tanto que metáfora, la de las casas de pique es útil para llamar la atención y pedir auxilio. Después, ya lo dijo el obispo: el Pacífico no pide limosnas.