Son muchas las verdades crudas que la justicia transicional entrega en el caso 03, dedicado a “muertes ilegalmente presentadas como bajas en combate”.
Los premios para los autores de un falso positivo son de esas verdades que una vez difundidas corren el riesgo de ser caricaturizadas. Se habla de comidas especiales. Arroz chino, pollo frito, hamburguesas.
Lo mismo con las vacaciones.
La JEP no pretende que el asesinato y la desaparición sean convertidos en una anécdota del horror. O apenas un ejemplo de lo poco que vale la vida.
Por el contrario, de lo que se trata es de contextualizar lo ocurrido en la complicada gramática de los incentivos y las amenazas. Las bonificaciones y los castigos. Las presiones para que los resultados operativos, que se medían en número de personas abatidas, fuesen los deseados.
Los exigidos, para ser más exactos.
Porque de la referencia a cualquier tipo de comida la JEP pasa a unas imputaciones concretas en sus autos de la Sala de Reconocimiento de Verdad sobre el Catatumbo y el Caribe.
Y a una interpretación: los muertos no solo ocurren tras el disparo de un arma, sino que primero son socialmente producidos por una serie de incentivos que llevan al uso criminal de la burocracia militar, sus vasos comunicantes con el paramilitarismo y la capacidad conjunta para ejecutar operaciones.
Identificar a la víctima, decidir quién se encarga del asesinato, enlodar la escena del crimen, garantizar la impunidad, simular una batalla: un patrón de macrocriminalidad que confirma que no se trata de unas pocas manzanas podridas.
Toda la cosecha de manzanos y las que estaban por venir inevitablemente se iban a malograr: ese es, quizás, el mensaje. La plaga es la doctrina implantada del enemigo abatido como única prueba de efectividad.
El conteo de cuerpos como sinónimo de resultados. Haber llegado tan lejos está en el origen de los falsos positivos.
