Varias cosas se le olvidan al general encargado de la seguridad en Bogotá cuando plantea, entre sorprendido y bonachón, que “no todo procedimiento de policía tiene que ser objeto de algo oscuro”.
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Una primera y muy obvia: cualquier carro con vidrios polarizados que nadie puede identificar, como los dos que se utilizaron para trasladar por la fuerza a ciudadanos que protestaban, es por definición un procedimiento oscuro. Carros fantasma como esos activan una memoria de abusos policivos todavía no lo suficientemente reconocidos. Retumban ecos del Estatuto de Seguridad.
Peor aún para el general: una buena parte del éxito asignado al Esmad proviene de su opacidad. Habría que llevar entonces más lejos su preocupación por lo oscuro y lo claro, pues mucho ha cambiado en materia de cultura visual.
Que no podamos individualizar al autor de un atropello es de la esencia del cuerpo antidisturbios. No siempre les vemos el número, no llevan placas. Trabajan sobre la base del cumplimiento de los derechos humanos pero sus abusos, como en el Cauca, ocurren a escondidas. Acostumbrados a romper la protesta en vez de controlarla, intervienen antes de agotar los recursos necesarios. Sin moderación ni proporcionalidad.
Esa invisibilidad es justamente lo que cambió para siempre. Los excesos recientes del Esmad están registrados. Las patadas, los bolillos al aire, el uso indiscriminado de gases (y el asesinato de un joven) quedaron grabados. El número inaudito de puntos de vista que se tienen de una misma escena violenta le impiden al Esmad continuar ejerciendo su poder sin ser visibilizado.
Podrán ser reformados todo lo que se quiera, pero la opacidad que tanto los define solo llevará a que la ciudadanía los mire de reojo. El poder que tenían sobre lo que vemos y lo que no vemos terminó de quebrarse en esta última tanda de protestas y ya no es una de sus muchas armas disponibles.