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El último reporte del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) marca un incremento de más del 40 % en el área sembrada con coca. Se habla de “niveles históricos” (una vez más), de enclaves productivos, de pocos municipios que concentran buena parte de las hectáreas. Y mucho más.
Cualquiera sea la lectura que se haga de la información disponible, una pasadita por el capítulo metodológico de este y los anteriores informes del SIMCI pone de presente la importancia de las imágenes. Y en particular, de las imágenes satelitales.
Desde que arrancó el mapeo satelital de los cultivos de coca, por allá en 1999, las estadísticas de la UNODC les deben buena parte de su información a los sensores remotos. La idea de un satélite que nos mira desde arriba y desde afuera supone precisión. Además de objetividad. La ciencia al servicio de la humanidad.
Lo que ven estos ojos de dios se encuentra atado, sin embargo, a una serie muy humana de interpretaciones. De cálculos interesados y sesgos. Para no hablar de errores. Aun así, sobre la base de lo visualizado por el satélite han sido justificadas y legitimadas las políticas de erradicación.
La consecuencia directa del monitoreo satelital solía ser la insistencia en la aspersión de glifosato. La absurda reducción de lo que se ve en las imágenes satelitales al indicador estrella de la cantidad de hectáreas de coca cultivadas sigue siendo el rasero con el que nos acercamos desde el espacio a la dura realidad del terreno.
La relación entre coca y comunidades que construyen casas, consiguen servicios básicos, pagan deudas y sobreviven no hace parte de lo que puede ser visto. Por el contrario, sus historias son invisibilizadas. Además de la sola declaración del fracaso de la guerra contra las drogas, otras formas de ver son necesarias.
