Para fortuna de todos, los niños no siempre son el resultado de sus padres. A veces son mejores. De un padre homofóbico no necesariamente nace un niño que detesta a los homosexuales. Aunque puede ocurrir.
Al debate suscitado por la sentencia de la Corte Constitucional sobre adopción de parejas homosexuales habría que invertirle los términos. El problema no son los niños, que no tienen culpa de lo chuecos que estén sus modelos a seguir. El tema son los padres. Si la invitación al debate es real, no se escuden más en los niños.
Pero por supuesto que no lo es. A una congresista del partido liberal (sic) le parece que como ella es cristiana, lo democrático sería hacer un referendo. Que las mayorías religiosas decidan el futuro de las minorías. Bien yihadista la cosa. Y todo en nombre de los derechos de los niños.
En nombre de los niños los adultos sacan a relucir todos sus miedos e inseguridades más elementales. También la ignorancia, que con tanto gusto llevan. La demagogia con los niños es tan descarada que sin ningún contexto adicional estos falsos preocupados sacan a relucir unas cifras de suicidio entre niños supuestamente homosexuales, que de paso leen a su antojo.
La estrategia les ha sido tan conveniente que incluso entre algunos de los que están a favor de la adopción reina otro argumento, también vicioso: que como hay tanto niño en la calle, un padre o una madre homosexual es mejor que nada. La lógica del mejor de los males con la que se legitiman por conveniencia todos los supuestos heterosexuales sobre el homosexualismo.
Entre el huevo y la gallina que prime la gallina. Antes de educar a los niños empecemos por cuidarlos de sus padres. En un mundo con adultos que se sirven de los niños para garantizar su posibilidad de discriminar, los raros no son los suicidios. Lo exótico es que sean tan pocos.
