No ha empezado oficialmente el posconflicto y ya hay melancólicos del anticomunismo. A la senadora María Fernanda Cabal se le oyó triste y meditabunda ante la dicha perdida. En su comentada intervención promovió la idea de un Ejército que hace su trabajo sin hacer demasiadas preguntas ni pedir permisos.
En su defensa hay que decir que el Ejército ha sido varias veces en la historia “una fuerza letal que entra a matar”. No preguntan ni tocan en las puertas, como le gusta a la representante. Y ciertamente tampoco piden perdón, como también lo añoran los pliniosapuleyos que por definición no creen en los falsos positivos.
La senadora aprovechó para hacerle publicidad al libro testimonial Me niego a arrodillarme, del premiado coronel que pasó en la prensa “de héroe a villano”. Y no vaciló en tildar de vendidos a los generales del Ejército que acompañaron el proceso de paz con la guerrilla de las Farc. La suya fue una defensa extraña, interesada, ideada para radicalizar al Ejército.
Por fortuna el mundo de la guerra sin derechos humanos ya no está ahí para la representante del Centro Democrático, a quien la idea de pedirle cuentas al Ejército le resulta demasiado cobarde. De ahí la nostalgia.
Su corto discurso debería ser disecado en un museo de la mala memoria. Es poderoso por provenir de una política ligada umbilicalmente al uribismo y las elites regionales, pero también por tratarse de las palabras de una mujer que ve la guerra como un juego de machos (nada de “damas rosadas” ha dicho con humor de casa del terror).
Tras el reordenamiento semántico que implica para el conflicto colombiano lo pactado en La Habana no deberían existir los mismos podios mentales que se le guardaban anteriormente a las figuras del héroe, la patria, las bajas y toda la parafernalia belicosa que hizo posible la pesadilla de los falsos positivos.
No ha empezado oficialmente el posconflicto y ya hay melancólicos del anticomunismo. A la senadora María Fernanda Cabal se le oyó triste y meditabunda ante la dicha perdida. En su comentada intervención promovió la idea de un Ejército que hace su trabajo sin hacer demasiadas preguntas ni pedir permisos.
En su defensa hay que decir que el Ejército ha sido varias veces en la historia “una fuerza letal que entra a matar”. No preguntan ni tocan en las puertas, como le gusta a la representante. Y ciertamente tampoco piden perdón, como también lo añoran los pliniosapuleyos que por definición no creen en los falsos positivos.
La senadora aprovechó para hacerle publicidad al libro testimonial Me niego a arrodillarme, del premiado coronel que pasó en la prensa “de héroe a villano”. Y no vaciló en tildar de vendidos a los generales del Ejército que acompañaron el proceso de paz con la guerrilla de las Farc. La suya fue una defensa extraña, interesada, ideada para radicalizar al Ejército.
Por fortuna el mundo de la guerra sin derechos humanos ya no está ahí para la representante del Centro Democrático, a quien la idea de pedirle cuentas al Ejército le resulta demasiado cobarde. De ahí la nostalgia.
Su corto discurso debería ser disecado en un museo de la mala memoria. Es poderoso por provenir de una política ligada umbilicalmente al uribismo y las elites regionales, pero también por tratarse de las palabras de una mujer que ve la guerra como un juego de machos (nada de “damas rosadas” ha dicho con humor de casa del terror).
Tras el reordenamiento semántico que implica para el conflicto colombiano lo pactado en La Habana no deberían existir los mismos podios mentales que se le guardaban anteriormente a las figuras del héroe, la patria, las bajas y toda la parafernalia belicosa que hizo posible la pesadilla de los falsos positivos.