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Medir el dolor

Nicolás Rodríguez

18 de marzo de 2011 - 10:00 p. m.

Alguien cuenta en Wikipedia que el sismólogo estadounidense Charles Francis Richter se inventó cómo medir la intensidad de los temblores de tierra, desde su epicentro, con la intención (que no sería la única) de brindarle a la prensa algún indicador. Hoy sabemos que el terremoto, en Japón, fue de 9 grados en la escala Richter. También se dice que modificó el eje de la tierra, que acortó los días, que fue el quinto peor desde 1900.

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Sobre el tsunami que le siguió hay todo tipo de videos. Las imágenes captadas por celulares y cámaras de seguridad son elocuentes: postes de luz, carros, camionetas, barcos y casas nadan en un lodazal. Las cifras, cuyo aumento continúa, suelen citarse como quien acude a un argumento irrefutable, de autoridad: mientras en los eventos terroristas de las torres gemelas perecieron 2.726 personas y en Chile, cuyo último terremoto fue de 8.8 grados, murieron 525, en Japón ya van más de 6.000 muertos y 10. 000 desaparecidos. Una tragedia.

Y sin embargo, se preguntarán los adictos al conteo, ¿estamos ante La Tragedia, así, con mayúsculas? Difícil saberlo, solo en Haití (y tras un terremoto de menor intensidad, uno de 7.3 grados) murieron 220.000 personas el año pasado. Richter se queda, pues, corto en precisión. Como las estadísticas, no mide el dolor. Tampoco lo hacen las imágenes, pese a que a nadie extrañaría que antes del tsunami ya hubiese, en la red, videos del terremoto. La intensidad de lo que muestra internet, puede decirse, es ajena a lo que vieron los japoneses.

Probablemente se acerca más el testimonio de una colombiana que sobrevivió al tsunami: “Las líneas del tren parecían olas”. Con todo, quizás sea mejor pensar que la magnitud de la catástrofe natural fue de tal envergadura que arrasó, también, con los instrumentos disponibles para su medición. Incluso al lenguaje le es difícil explicar.

Tal vez sea por ello que, finalmente, indigna ver cómo después de lo que ocurrió en Japón (llámese terremoto, tsunami, tragedia, cataclismo o fin del mundo) la población es sometida, además, al miedo y la paranoia (para los que tampoco hay palabras) desatados por un accidente nuclear. Contra la naturaleza poco se puede hacer, Japón se prepara desde siempre para lo mismo. Frente a los errores humanos, por el contrario, otra debiera ser la historia. Sin embargo a los que dirigen la isla, por lo visto, poco o nada les dicen las 250.000 personas (¿otra vez la inutilidad de las cifras?) que murieron calcinadas en Hiroshima y Nagasaki.

Hacer de la energía nuclear una variable de la productividad industrial, opina el premio nobel de literatura Kenzaburo Oé, es como extraer de la tragedia una receta para el crecimiento. A todos los que defienden el uso del fuego atómico por sobre la memoria de los hibakusha (término usado para referirse a las personas afectadas por las bombas nucleares), cabría preguntarles: ¿resistirían los reactores nucleares ya no la embestida de la naturaleza sino el ataque de un avión terrorista? ¿Y cómo mediríamos, con qué palabras bautizaríamos, el tamaño de esa trágica estupidez tan posible?

nicolasidarraga@gmail.com
 

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