Avanza el concubinato entre el Ejército colombiano y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN o “@NATO”, como chicanea el ministro de Defensa en sus redes sociales cada que le surge la posibilidad).
En esta ocasión los vínculos con la poderosa alianza militar se estrechan con miras a un programa de “cooperación” y “capacitación” de las Fuerzas Militares de Colombia. Las razones preliminares son de admirar. Intercambio en temas de educación y desminado humanitario, por ejemplo.
Difícil resistirse.
Por ahí mismo se promueve el sostenimiento de la lucha contra el narcotráfico, sin espacio alguno para discutir sin armas la guerra contra las drogas. Y saca pecho el Gobierno por sus avances contra el crimen transnacional.
La novedad está en lo que llaman “amenazas emergentes”. En este último caso, de la defensa de la Amazonia hemos pasado a los páramos y la importancia de protegerlos del cambio climático y demás posibles riesgos que puedan acecharlos.
En el mundo de la OTAN ya es una norma la relación cambio climático y seguridad. Los escenarios más catastróficos han sido debidamente argumentados y previstos. La Guerra Fría y las armas nucleares serían una de las metáforas comparativas.
El cambio climático, se sostiene, acelerará los desplazamientos, intensificará los conflictos, garantizará nuevas guerras. El cambio climático es el nuevo “multiplicador de amenazas”.
En nombre de la estabilidad y la seguridad, más soldados y recursos para la militarización de los espacios en riesgo serán necesarios.
Nadie se opone, nadie pregunta.