Retomemos algunas de las miradas a lo acontecido el 18 de marzo.
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Están los que ya no le pasan una a Gustavo Petro: son los mismos que argumentan que la marcha y, en general, la consulta popular son otra cortina de humo para mantener despiertos y activos a sus bases electorales. Circulan por ahí, también, los indiferentes de siempre. Primos hermanos de los molestos con los bloqueos y la pedantería populista que hay en declarar días cívicos cada que se requieren movilizaciones.
Están también los que, como la ex ministra de Trabajo, Gloria Inés Ramírez, consideran con buenas razones que la movilización del 18 de marzo fue una marcha por los derechos laborales. Después de todo, hay una novedad en que la protesta, con todo y los usos manipulativos que algunos le querrán dar, haya ocurrido en el contexto de la promoción de mejores condiciones sociales para los trabajadores.
En fin, miradas rayadas hay tantas como indiferentes y amigables. Tenemos también, por supuesto, la contemplación del propio Petro, tan humilde como siempre, quien que ya exagera la importancia de lo conseguido y se sueña con un antes y un después (a propósito, una buena pregunta para la consulta popular sería si quiere usted o no que al Presidente le quede terminantemente prohibido seguir abusando de la nobleza de Cien Años de Soledad).
Llegados a este punto, no podía faltar la mirada racista ante la presencia de un grupo grande de indígenas decidido a acompañar las reformas sociales. Entre racistas, más que diversidad, hay cantidad. La premisa defendida es que los indígenas no trabajan ni generan trabajo (racismo e ignorancia, unidos, jamás serán vencidos). Con la ciencia característica de los locutores de fútbol, así lo narró César Augusto Londoño: “Petro llenó la plaza pagando indígenas”. Un trino perfectamente parecido en su desprecio, racismo y nivel de rigurosidad al de Rudolf Hommes: “Cientos de indígenas fletados desde el Cauca”.