EN UN TALLER ESCRITO ACERCA DE las estaciones, acaso el tema favorito de los canadienses, mi profesora de inglés en Montreal aprovechó para lanzar lo que supongo era un gesto de amistad hacia el latino:
“Medellín —le explicó al curso entero— es una ciudad mundialmente reconocida por su buen clima, tienen que ir. El problema, claro, es que como el clima es tan saludable los narcotraficantes optaron por vivir en ella”.
Pensé en revirar. Me rehusaba a aceptar lo políticamente incorrectas que eran sus palabras. Supuse que podía contra argumentar que Medellín es la eterna primavera, cierto, pero que no todos los paisas trafican con drogas, de la misma forma que no sólo en Medellín hay narcos. Lo del clima, que nunca antes había escuchado o leído, imaginaba que podría objetarlo, sin faltar al respeto, demostrando que era esta una apreciación tan cándida como delirante. Pero para cuando iba a levantar la mano ya había asentido con la cabeza.
Igual, seguí pensando en el porqué de esa imagen. Recordé, claro, el chiste flojo de que el animal preferido de los narcos es el perico. Y divisé, ya con depresión, el trágico encierro de tigrillos, pumas albinos, leones blancos y demás bestias enjauladas que los narcos importan de los lugares más remotos del planeta. Tal vez de ahí provenga, imaginaba, la idea de que la contemplación de la naturaleza hace parte de las preocupaciones de quien trafica.
Un realismo, pues, ya no mágico sino abiertamente mafioso, en el que hasta el clima tiene un precio, esa es quizás la imagen que algunas personas se hacen de Colombia en el exterior. Y sin embargo venimos, por lo visto para nada, de la más fuerte oleada de propaganda gubernamental tendiente a criminalizar, en el exterior, el cultivo a partir de argumentos ecológicos. Valdría la pena un cambio de estrategia, ya que no se puede de paradigma, porque como están las cosas, afuera creen que en Colombia matan, sí, pero por devoción al buen clima.
