De repente, como si prendieran las luces, la opinión pública parece despertar ante las difíciles realidades en que sobreviven determinadas comunidades indígenas.
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La última denuncia la hizo Univisión en diciembre con un título extraño que arrancaba con “Ley de la selva”. Y la retomó por estos día La W Radio. Niñas de las etnias nukak y jiw son explotadas sexualmente en San José del Guaviare y hay crisis alimentarias. Ya antes la Revista Raya había informado sobre violencia sexual por parte de los militares. La Silla Vacía hizo un extenso reporte sobre el consumo de drogas entre las mismas comunidades.
En fin, el esfuerzo periodístico ha llevado, si se quiere, a una mayor visibilización de algunas de las crisis previamente evocadas. Hemos oído entrevistas a las autoridades competentes, cifras sobre las denuncias semanales y ejemplos concretos. De parte del Gobierno hay anuncios de investigaciones y una Comisión del Bienestar Familiar y la Presidencia.
En paralelo corren los análisis culturales. Improvisados para la ocasión en su gran mayoría. Se culpa sin más a los papás de no hacer nada. O de plano de ser cómplices de la esclavización de sus hijos. Las costumbres son fácilmente evocadas. El comodín de la cosmovisión.
Entre los comentaristas citadinos que han desfilado por la radio todo ocurre como si se quisiera denunciar el racismo implícito que hay en la situación de violencia sexual y abandono en que están las comunidades, al mismo tiempo que se recurre a viejos tropos. También racistas.
La visibilización se da, pero bajo las luces opacas de los prejuicios.
Falta que los reportajes, informes, diagnósticos y reacciones oficiales le abran paso a una narrativa que logre contextualizar esta devastadora historia sin que la vivamos como una excepcionalidad. O un caso de barbarie entre bárbaros.
Un lenguaje más afín a la Constitución del 91 valdría más que tanta pornomiseria. El Gobierno podría empezar por releer los informes de la Comisión de la Verdad.