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SI EL EXPRESIDENTE RICHARD NIxon, que soñó con un mundo sin drogas hace 40 años, tuviese acceso a la información disponible sobre drogas en Bogotá, probablemente alucinaría.
Según algunos medios de comunicación las ollas invadieron la capital. Los consultados de este año y del anterior (y de antes de ese), explican que la droga ya no sale del país como antes. Y que entonces abunda, como se “multiplican” las ollas. También se escucha decir que hace cinco años (o diez o quince) que “las ollas proliferan”, “el consumo se dispara” y los colegios, que no podían faltar, son “sitiados por el vicio”.
Desconozco qué es lo que será cierto en todo esto, qué es lo exagerado y qué parte es, de plano, simplemente falsa. Se cae de su peso que si la situación era “crítica” en el 2000, no lo puede volver a ser en el 2001 y el 2002 y el 2003. Pero igual tampoco es que importe de a mucho. Lo que perturba no es necesariamente si la información es verídica o no, que lo puede ser. Lo que llama la atención es que las fuentes (y con ellas los enfoques) que más se usan para hablar de drogas y ollas son siempre las mismas: o la policía (que las ataca, las vigila y las protege) o los políticos (que en general utilizan el miedo que producen las ollas para elaborar campañas, ganar votos y subir en las encuestas).
Al final hacemos como si las ollas fuesen algo nuevo y, por supuesto, “alarmante”. No importa que estén ahí, desde siempre, y que todos lo sepamos. Qué otra cosa eran, si no, las chicherías, se pregunta el investigador José Antonio Ramírez. En realidad el distrito las interviene tan pronto la amenaza que suponen se desborda: si afectan los precios de la tierra o ponen en riesgo, por ejemplo, a la juventud (que vende y consume), entonces se dan reacciones. E igual ocurre cuando se estima que el poder local perdió vigencia. Pero después, cuando se asume que estamos ante las justas proporciones, todo vuelve a la normalidad. Y las ollas, como será obvio, no desaparecen. Del Cartucho al Bronx y así sucesivamente.
En cuanto a sus habitantes, que en realidad son las personas que bajo esta lógica es preciso esconder, lo que surgen son las correlaciones obvias de los anteriores supuestos: llegan las drogas y las ollas (de la nada, como olas), y entonces aparecen (por la misma providencia) las prostitutas, los drogadictos y los habitantes de calle. Y entre todos, surge la inseguridad. Se crea ya no el vicio sino el vicioso. Y ahí mismito, in situ, nace el criminal.
De ahí las soluciones. Bolillo para el consumidor, que nadie quiere ver por ahí con sus adicciones (o divertimentos, da igual), y reja para el jíbaro, que con razón no es el favorito de los padres de familia pero que, de cualquier manera, está lejos de ser el origen del problema.
