A aquellos que se oponen con algo de cinismo a las marchas y velatones, consideradas inútiles, habría que recordarles que las palabras y los gestos, además de las sincronías y los intercambios de ideas, son en buena parte el origen de los cambios en las formas de narrar las violencias.
La persecución a los líderes y defensores de los derechos humanos en Colombia tiene una larga trayectoria. A mediados de los 80 la situación se hizo terriblemente mala. En los 90 empeoró. Entre uno y otro momento los involucrados en el peligroso ejercicio de la producción de información sobre grupos armados y violencias varias transitaron de los grupos de solidaridad con los presos políticos a las organizaciones no gubernamentales.
Aunque hubo tensiones y contradicciones en el ejercicio de ese activismo, el lenguaje empleado para etiquetar a los violentos no se limitó a los paramilitares o a la violencia estatal. También los abusos y excesos de las guerrillas fueron denunciados. Sin ese trabajo colectivo nunca habríamos logrado que se reconociera la existencia de la víctima como categoría con peso ético y presencia legal.
Ahora el momento histórico es otro (igualmente complicado, con los nubarrones del uribismo que acecha). Los líderes sociales que trabajan por los derechos humanos ya no están dedicados únicamente a reportar las violencias de los actores armados. Su activismo está encuadrado en la recuperación de la tierra usurpada y el acceso a los recursos naturales. Su lucha es una vez más contra los violentos, pero ocurre en el posconflicto.
Son activistas de los derechos humanos, pero también se ven a sí mismos como líderes sociales. Están empoderados porque diferentes sectores se pusieron de acuerdo, pero también debido a que su participación en lo negociado con las Farc les abrió espacios y brindó posibilidades políticas. E igual los matan. La institucionalidad desconoce lo firmado. Si no continúan las marchas, en el lenguaje del Estado el insulto del lío de faldas no cesará.