Los resultados para Colombia del Informe Mundial 2022 de Human Rights Watch son altamente preocupantes. Una vez más.
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En el 2022 y pese al Acuerdo de Paz con las Farc-Ep, aparecieron nuevas formas de violencia. O así lo explica el informe. Estamos ante niveles de violencia incluso similares a los que existían antes del proceso de paz. La persistencia de facciones disidentes de las Farc-Ep, del Eln, del Clan del Golfo y todo lo que ocurre entre unos y otros refuerzan el diagnóstico. De la misma forma que masacres, desplazamientos y abusos de los derechos humanos de indígenas y afrodescendientes suponen un estado de malestar generalizado.
Por lo mismo, una de las expresiones empleadas para resumir el caso colombiano es la siguiente: “Violencia en aumento pero transición pacífica de poder”, en referencia directa a la llegada del presidente Gustavo Petro al poder. Y como consecuencia, también, de la mirada global del informe al estado de la democracia en la región. Colombia viene siendo, pese a la violencia, un buen alumno.
Continúa entonces la violencia… pero también la democracia.
La narrativa es entendible. La violencia persiste sin que la democracia, en lo que tiene que ver a grandes rasgos con la economía y las garantías electorales, se vea fundamentalmente afectada. El problema está en que veníamos de algo bastante parecido. “Violencia y orden”, lo bautizó en su momento el sociólogo francés Daniel Pécaut. Con todo y lo que supone la ecuación en materia de naturalización de las violencias más innombrables.
La pregunta quizás sería cómo romper con la idea, tantas veces cínica, de la Colombia que prospera democráticamente para muchos mientras otros son hostigados. O de plano asesinados. El concepto de “paz total” desarrollado por Petro y sus ministros supone un cambio discursivo radical. Hacia allá están enfiladas las energías del Gobierno.
Falta ver si la política de paz será suficiente para que la violencia deje de ser un simple pero de la democracia.