En épocas de violencia partidista, a principios del Frente Nacional, la palabra “reconciliación” significaba básicamente “olvido”.
La política de la reconciliación, defendida por algunos líderes del Partido Liberal pero exaltada con gestos de admiración por la Iglesia y la prensa conservadora, era un llamado a pasar la página. Moralmente no había espacio para hablar de víctimas ni para revisiones de pasados dolorosos. El futuro se imponía.
Mucho ha cambiado desde entonces. En particular, con la irrupción del lenguaje de los derechos humanos y los inicios de la justicia transicional. Ahora el pasado, cuando es violento, no pasa o no se cierra con la misma facilidad con que lo pretendían los artífices políticos del Frente Nacional.
Lo anterior quizás sea útil para redireccionar el debate propuesto por el presidente Petro sobre una posible reconciliación con los encargados del narcotráfico. El problema de fondo, pese a lo que diga la oposición, no es el narcotráfico en sí mismo. La Comisión de la Verdad incluyó entre sus informes, incluso, argumentos de peso sobre el rol del narcotráfico en la política y la intensificación del conflicto armado.
De lo que se trata, más allá de los predecibles ruidos inarticulados de un Andrés Pastrana o un Miguelito Uribe, es justamente de seguir por el camino trazado por la Comisión de la Verdad. En particular, en lo que tiene que ver, valga la redundancia, con la búsqueda de la verdad. En plural, si es necesario.
Cuando Petro lanza semejante globo lo extraño no es que se pretenda negociar con los narcotraficantes. Pues tampoco es esta la primera ocasión y más bien tenemos una tradición, como nos lo recordó en La Silla Vacía la excelente columna de Marta Ruiz. El desafío está en contextualizar la nueva política de reconciliación, para que esté a tono con las nuevas demandas de los derechos humanos y la justicia transicional.
De lo contrario volveríamos, ahí sí, a otra era de perdón y olvido.