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Si se lo mira desprevenidamente, Humberto de la Calle tiene toda la razón cuando pide, desde la Habana, “no politizar, ni estigmatizar, ni dividir a las víctimas”.
El rol asumido por la congresista María Fernanda Cabal, por ejemplo, poco ayuda a las víctimas de las Farc. La congresista cree que puede determinar quién es víctima y quién no. Y que le corresponde impartir órdenes morales sobre el comportamiento que deben tener. De legítima piedra en el zapato ha pasado a lanza piedras. Es bien cierto que politiza, estigmatiza y divide.
Ahora bien, una cosa es politizar y otra bien distinta despolitizar. Además de condenar a los oportunistas que insisten en utilizarlas habría que hacer énfasis en que las víctimas habitan un mundo de posibilidades políticas. Ante la paz, todo parece indicar que están unidas en un mismo propósito: el fin del conflicto. Pero más allá, hay diferencias abismales. Si ante el tribunal de La Habana todas son víctimas, ante otras instancias se imponen diferencias de raza, género, clase y edad.
De Bojayá a El Nogal el dolor es el mismo. Además de sujetos del derecho internacional humanitario, las víctimas hacen parte de una comunidad moral. Sin embargo, sus experiencias personales de violencia no son homologables. En Colombia siempre hubo más posibilidades de que Bojayá se repitiera más veces que la tragedia de El Nogal. De nuevo: si frente a la paz son víctimas, frente a otras promesas, como lo puede ser el modelo de desarrollo, muchas son simplemente pobres.
El paso de la condición de víctimas a la de ciudadanos supone el ejercicio completo y autónomo de sus derechos políticos. Aunque es claro que la institucionalidad está dedicada a ese objetivo, para algunos la forma más expedita de entrar en la ciudadanía es el dolor. Por no decir que la violencia. Y una situación como esta, con todo y lo positivo que resulta lo lejos que se ha llegado en Cuba, no deja de ser desesperanzadora.
