No hay nada falso en que el presidente Duque pose para la foto y el video de rigor mientras carga cajas en el contexto de ayuda a los damnificados por el huracán Iota. Los políticos teatralizan, esa es una de sus tareas más elementales.
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Quienes pretenden que el presidente ocupe su tiempo y energías en remover los escombros con sus propias manos le apuntan sin quererlo a un argumento populista. Del presidente se espera que gobierne, que ejerza la dirección y decida hacia dónde es que vamos. Y no que reemplace a las entidades expertas en los temas de la gestión del riesgo.
Lo preocupante es que a Duque se le vea tan cómodo adoptando como ruta de navegación (y escape) esa misma gestión del riesgo. Y además en su versión más arcaica: no hay riesgos, hay calamidades; no hay falta de desarrollo, se requiere solidaridad y socorro.
Para el presidente, administrar ayudas para el huracán (o la pandemia) es ahora un plan de gobierno en sí mismo. El nuevo guion que se prioriza para cualquier comunicado parece sacado de una cartilla vieja de la Cruz Roja: “Prevención y acción”.
La narrativa sobre hacia dónde es que vamos la imponen los desastres.
Lo que debería ser una simple actuación más (me pongo el chaleco, me lavo las manos, les hablo a las cámaras, incluso cargo un par de paquetes con comida) se ha ido convirtiendo en el único rol disponible.
A la espera de algún gobernante que le ponga la cara a la injusticia, la inequidad, el abandono y la impotencia, los damnificados en las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina tuvieron acceso a un Duque entregado al voluntariado.
Un joven y dinámico embajador del humanitarismo (en su versión militarizada), extasiado con la Virgen sobrevivió al huracán y se supone que evitó que más personas fallecieran.