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Decir que con la violencia todos pierden es un lugar común que encierra más de una mentira.
Después de una seguidilla de malos cálculos y golpes bajos (qué paro tan chiquito, acá no hay ningún paro, etc.), al presidente Santos los desmanes violentos le arrojaron un salvavidas cuyo peso terminó por hundir a los campesinos.
Cada que un encapuchado se ensañó con el vidrio de un banco, el Gobierno ganó espacio. Y lo mismo con las vitrinas de cuanto pequeño comercio en quiebra fue destrozado para abatir al fantasma del imperialismo yanqui y su tenebroso capital. Sólo faltó que en nombre del malévolo Mickey Mouse les reventaran las puertas a las tiendas de disfraces y jardines infantiles.
Como sea, la Presidencia se reincorporó, haciendo suyas las palabras del actual y todos los ministros de Defensa anteriores: tras la ruana campesina se esconden infiltrados, guerrilleros, comunistas, la Marcha Patriótica, las cenizas del Mono Jojoy. Como también se volvieron a parar los defensores de oficio de los Esmad para los que estas incontroladas fuerzas, sin número visible que permita individualizarlos, no son sino víctimas indefensas del vandalismo.
Por ahí mismo salió más de uno a justificar sus excesos (“es que son un mal necesario”), avalando en tiempos de perdón y paz el relato que entronizó el paramilitarismo. Y recayendo en un modelo de contención de la violencia que le debe mucho al estatuto de seguridad de Turbay que llevó a que más de un militante de izquierda (guerrillero o no) fuese desaparecido por el Estado colombiano y su guerra irregular contra la subversión.
El mismo esquema de buen gobierno y respeto a la institucionalidad que le permite ahora a Santos dar la orden de militarizar la protesta social, tantos años después de promulgada la Constitución del 91, con sus lineamientos para la protección de los derechos humanos y el fin del Estado de sitio.
Protestamos mal, nos gobiernan peor.
