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Lo dicho por el candidato Iván Duque sobre la posibilidad de abrir una sede diplomática en Jerusalén tiene dos explicaciones posibles. La primera es de sentido común. La segunda también.
Lo primero es que Duque estaba reunido con sus amigotes de las iglesias cristianas. Los mismos que le dieron al uribismo buenos resultados a la hora de impulsar el No en el plebiscito (en ese entonces no era la invención del castrochavismo, sino la de la ideología de género, la que los ponía a rezar).
Como se sabe, el movimiento que aglutina a la mayoría de las iglesias evangélicas se decidió por el uribismo al considerar que sus posturas sobre la familia, propias del siglo XIX, son las adecuadas. La familia y la justicia para ser exactos. Además de Israel como nación y centro de los principios cristianos profesados. A esa amalgama de retrocesos le llamaron Colombia Justa-Libres. El feliz e incierto ofrecimiento de una embajada en Jerusalén es entonces una nota de agradecimiento a los cristianos.
Además de una muestra de solidaridad con la Guatemala de Jimmy Morales, que fue inicialmente el único que ofreció el traslado de su embajada a Jerusalén. Guatemala es el primer país en estrenar sus rodilleras ante Trump tras el traslado de la representación diplomática gringa desde Tel Aviv a Jerusalén. Duque quiere ser el segundo.
Los une el desprecio por los 55 palestinos asesinados por el ejército de Israel durante las protestas (“¡ya es suficiente!”, dijo un alicaído Rupert Colville, representante de los derechos humanos de las Naciones Unidas). Y los une también la indiferencia ante una historia común de intromisiones israelitas en suelo nacional.
Según el historiador Greg Grandin, durante su violenta guerra civil el régimen guatemalteco que arrasó con miles de familias campesinas e indígenas contó con la inteligencia logística de las facciones radicales de Israel. Carlos Castaño explicaba que le copió a esos mismos israelitas radicales el concepto del paramilitarismo.
