Durante mucho tiempo la institucionalidad colombiana ha hecho un uso estratégico de los lamentables hechos ocurridos en Armero para echarle tierra sagrada a la retoma del Palacio de Justicia.
Por su cercanía en el tiempo (los separa apenas una semana de 1985), desde el principio los representantes encargados del Estado se dirigieron a estos dos acontecimientos tan diferentes utilizando términos muy parecidos. La tragedia era una sola.
El morbo nacional e internacional por Omaira Sánchez prácticamente tapó el desmadre del Palacio, pero esa fue tan solo una de las ocasiones, aunque con seguridad la más aterradora, en que lo uno se abalanzó sobre lo otro. Muy pronto una serie de decretos de emergencia contribuyeron con o sin culpa a que el devenir de estos dos acontecimientos se enredase en uno mismo.
Pocas semanas después del mes de noviembre, por ejemplo, la prensa ya informaba de la creación de diez juzgados civiles que debían declarar “formalmente muertas a aquellas personas que desaparecieron en la toma al Palacio de Justicia o en la tragedia de Armero”. No se hablaba todavía de una retoma militar, pero la anécdota ejemplifica la suerte de razón de Estado que llevó, junto con otras decisiones ejecutivas, al diseño conjunto de mecanismos de reconstrucción, desarrollo y rehabilitación de las dos zonas en que se acumularon las experiencias de dolor.
Por todo lo anterior, no es extraño que los interesados en negar las desapariciones de la retoma acudan al argumento de la existencia de una misma fosa común para los muertos del Palacio y de Armero. No están desaparecidos, dicen, sino que fueron asesinados por la guerrilla. Este es un bajo reflejo (un reflujo) que desafortunadamente cuenta con el acumulado histórico de un par de décadas en que el Estado ha salido de las crisis de gobernabilidad que se le presentan a partir de criterios de efectividad que al final comparan, igualan, calcan, tuercen, reducen y despolitizan las historias de las víctimas.