No hace mucho que pasamos de la negación del conflicto armado, considerado por Uribe y los suyos como un problema de amenaza terrorista, al inacabado proceso de reconocimiento de las víctimas.
Víctimas de qué y por qué o desde cuándo, con la frontera restrictiva y algo arbitraria de 1985, fueron consideraciones que fuimos aprendiendo.
Circunstancias de género, raza, edad y región en las estadísticas de la victimización alimentaron las baterías conceptuales de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Macrocasos fueron diseñados para darles visibilidad a personas afectadas por el conflicto armado. De las víctimas propiamente dichas pasamos a sus familiares.
Al día de hoy, la victimización como concepto se extiende incluso a la naturaleza. Ríos, selvas y ecosistemas impactados por la guerra requieren de nuestra atención. Seguimos a la espera de más ambiciosas e incluyentes definiciones de lo que debería ser considerado (o no) una víctima.
Por todo lo anterior, la idea de premiar al hijo de un paramilitar con una de las 16 curules disponibles para las víctimas es entendible. El proceso de ensanchamiento democrático de la noción de victimización no tendría por qué reparar en filiaciones políticas.
Incluso los militares a los que les han violados sus derechos han sido debidamente reconocidos como víctimas desde el derecho internacional humanitario.
Lo que no está tan claro es hasta qué punto el proceso termine por convertirse en una burla a esas mismas víctimas que se pretende dignificar. La ley está del lado de Jorge Rodrigo Tovar Vélez. Su proceder, entre tanto, no hace parte del proyecto político que suponía la Ley de Víctimas.
La justicia transicional, con todo y sus bemoles, nos ha enseñado que estamos ante un proyecto político de reconciliación, verdad, reparación y no repetición. No parece que ese sea el caso del hijo del exparamilitar Jorge 40.
Poca verdad y, a juzgar por las circunstancias de su elección, pura repetición. Luego, ninguna reconciliación.