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Nicolás Rodríguez
15 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
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Lo del oportunismo en la última aparición de Doris Salcedo es anecdótico. La intención política obvia de toda la acción colectiva era darle visibilidad al “Sí” con una toma aérea impactante. Y eso se logró.

Esta tampoco es la primera ocasión en que el arte reflexiona sobre la memoria. Ni será la última. Tenemos varias décadas de lo mismo. Ya debería existir un espacio legítimo para abordar y cuestionar los aportes de las apuestas artísticas que tienen por soporte las historias personales del dolor de los demás.

Y aunque algunos se han detenido en detalles irrelevantes sobre si la artista es o no una buena persona porque gritó al de acá, o fue demasiado indiferente con el de allá, el impasse verdadero está en la estratégica utilización de la noción de “las víctimas”, así en abstracto, y en la violenta idea de convertir todas las experiencias de dolor en una misma historia.

No bastó con que aparecieran los nombres individuales de las personas. O con que se dijera con ligereza que el viento se los lleva, como la memoria, que supuestamente trabaja para desaparecer.

La artista solicitó una lista de víctimas “sin orden alfabético, sin sesgo político, totalmente aleatoria”, según lo explicó la revista Semana. Con seguridad que la intención era buena. Aun y si efectista. O arbitraria. Pero el resultado también es desesperanzador.

La fotografía de la manta blanca que circuló en las portadas de los principales medios internacionales es portadora de un mensaje de movilización ciudadana y de acompañamiento a la paz. Políticamente, sin embargo, la insistencia en un universo de víctimas que son una misma se parece demasiado a la paz sin verdades, sin contextos y sin historia que les conviene a algunos opositores al proceso de paz.

El gran tejido de la paz en el que unos ciudadanos en particular se convierten en una sola víctima y al hacerlo dejan atrás sus historias políticas de vida es la ilustración estética del argumento uribista.

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