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La explosión del carro bomba en la Escuela de Policía General Santander tiene como consecuencia directa e inevitable la radicalización de un sector del país.
Liderados en parte por personas como el expresidente Uribe, que rápidamente aprovechó para culpar a las negociaciones de paz con las Farc del atentado terrorista aparentemente perpetuado por el Eln (“Qué grave que la paz hubiera sido un proceso de sometimiento del Estado al terrorismo”, tuiteó), algunos ya exigen respuestas estatales por fuera de las restricciones del andamiaje legal.
La guerrilla del Eln, aunque descentralizada y en esencia diferente al grupo de naturaleza jerárquica que negoció en nombre de las Farc con el expresidente Santos, le representa al ala radical del uribismo una oportunidad para imponer sus narrativas sobre el orden y la seguridad.
Cualesquiera que sean las razones del Eln para un ataque como el perpetrado (¿presionar para que terminen las negociaciones? ¿Presionar para que se aceleren?), es cuando menos ingenuo pretender que la política, o si se quiere la politización, quedará al margen de los cálculos y estrategias que le siguen al acontecimiento violento.
Si bien el presidente Duque ha tomado hasta el momento una distancia enorme con respecto al tipo de declaraciones abiertamente guerreristas que le conocemos al uribismo menos respetuoso de los derechos humanos, sigue siendo ambigua la postura frente a lo que está por venir. Los llamados a permanecer unidos contra el terrorismo son esperanzadores y dan fe del interés generalizado en defender las instituciones, pero pasan por alto que la estrategia de seguridad en un país en posconflicto es también y por sobre todo un tema político.
No bastará con rodear al presidente, como se dice coloquialmente por aquí y por allá. Falta ver si tras la retórica de la lucha colectiva contra el terrorismo persiste el rumbo, también institucional, previamente trazado por quienes le han apostado a un país en paz.
