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Nicolás Rodríguez

14 de mayo de 2022 - 12:30 a. m.

En su discurso tardío del domingo, el presidente Duque le prendió fuego al incendio provocado por el paro armado del Clan del Golfo. En su opinión, los del Clan trataban de “generar intimidación a través de actos aislados”. Y no solo eso. También argumentó que, “desesperadamente”, intentaban “mostrar fortaleza que no tienen”. Ciertamente no se dirigía a los colombianos que habitan en los 11 departamentos sitiados.

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Las críticas que recibió el Gobierno son apenas entendibles. Ni son hechos aislados, ni está en duda la capacidad que tienen los del Clan del Golfo. Casi un tercio de los municipios del país entraron en el paro armado, que además duró varios días.

Tampoco se les ve muy desesperados. Que el Gobierno de Duque acuda a la relativización de la amenaza que supone el paro armado es apenas esperable. Lo realmente extraño sería que hubiesen reconocido su magnitud. Sin embargo, el diagnóstico y la estrategia son lo que debería alarmar. Como bien lo subrayan varios analistas consultados por el portal La Silla Vacía y otros medios de comunicación, la política de seguridad no va para ningún lado. Es de hecho bastante insegura. Y cómplice.

En el mismo discurso en el que Duque ignoró el alcance del paro armado, se refirió en múltiples ocasiones a la “estructura” del Clan del Golfo. Junto con sus ministros de Defensa, han promovido la idea de una estructura vertical, como lo era la de las Farc-Ep, fácilmente “descabezable”. Otoniel sería la prueba de lo exitosa que es la apuesta.

El paro armado es una evidencia de lo equivocados que están.

El Clan del Golfo está enquistado en el poder político regional, militar y policivo. La continuidad de la política de Seguridad Democrática es el problema de fondo. Combatir estructuras mayoritariamente paramilitares como si se tratara de guerrillas garantiza que la gobernabilidad de los violentos seguirá panfleteando.

Entre tanto, Duque anuncia que le cumplió a Colombia al extraditar a Otoniel.

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