A LAS VÍCTIMAS EN COLOMBIA NAdie les cree. Todo ocurre como si su sufrimiento no fuese auténtico, real o legítimo.
En el mejor de los casos, una pura avivatada. La abierta negación del dolor que sufren algunas personas no es, sin embargo, un invento nacional. El sufrimiento ya antes había sido obviado en las historias de violencia de otros países.
El antropólogo Didier Fassin nos invita a considerar, por ejemplo, al soldado que durante la Primera Guerra Mundial, presa del pánico y la angustia, corre en actitud suicida hacia el enemigo. Su muerte era considerada un sacrificio ejemplar, la quintaesencia del heroísmo. Su acto de locura, motivado por el miedo, era objeto de admiración. Pero si ese mismo soldado, traumatizado, se rehusaba a combatir, entonces se le consideraba un despreciable calculador. Como mínimo, un soldado indigno del ideal patriótico. Nunca un enfermo.
No fue sino cuando los primeros sobrevivientes del holocausto judío intentaron narrar lo indecible, que el sufrimiento adquirió otro significado. Ya no estábamos ante el simulacro o la debilidad. En ese infierno no había espacio para la duda. Después llegó Vietnam, de donde viene la idea de que no hace falta perder un brazo para sufrir de estrés postraumático. Y le siguieron, ya por fuera de la propia guerra, eventos igualmente traumáticos ocasionados por desastres naturales. Desde entonces, psicólogos y psiquiatras son los primeros en llegar al terreno de la tragedia. El trauma, puede decirse, es ahora un descubrimiento que nadie se cuestiona. De la suspicacia pasamos a la empatía.
Entre tanto Fernando Londoño insiste, imperturbable, en que “todos somos víctimas”. El ex presidente Uribe, siempre tan orgulloso de ser un polemista, afirma sin pena que hay una diferencia para la víctima entre que el asesino sea un terrorista o un militar. Y como gran aporte al proyecto de ley de víctimas, la bancada de la U nos informa que las personas que se hagan pasar por víctimas, es decir, las víctimas a las que nadie les cree que lo son, serán sancionadas.