Un periodista canadiense tituló su cubrimiento del tema latinoamericano de la semana con un ‘El perfume de la paz’. Por supuesto, no fue el único en echar mano de las dulzonas metáforas de siempre: que la paz es amor, bienestar, gozo. Incluso armonía. A este paso, se ve venir en la pluma de otro bienintencionado reportero el inevitable “la paz es sexy”.
Pues bien: nada más falso. La paz es tragarse unos sapos bien grandes. Es poner entre paréntesis, por ejemplo, todo el poder moral que les ha sido asignado a las víctimas del conflicto. Es oírles exclamar a las Farc, sin disculpas algunas de por medio, que el secuestro ya no existe entre sus filas. Es haberle escuchado responder a Tirofijo, ante la pregunta de si prohibirían el uso de cilindros, que “si acaso” trabajarían en mejorar la puntería.
Por lo mismo, hay un tema que ha pasado de agache entre tanta propaganda rosa. Ya en el famoso libro La violencia en Colombia, sus autores, que no eran precisamente personas afines a la derecha, anotan que los alzados en armas son “Hombres elementales, primitivos, de mínima educación, sin asimilación ni conciencia de la historia”. Seres por fuera de la historia. Y eso en 1962.
La misma conclusión a la que llegaron los intelectuales, también jugados a la izquierda, que a principios de los noventas, liderados por Gabriel García Márquez, les cantaron por fin la tabla a las Farc por considerar, entre otras muchas cosas de justificada importancia, que derechizaron al país con su intento de revolucionarlo. La carta que escriben, sin embargo, termina con que “Su guerra, señores, perdió hace tiempo su vigencia histórica”.
De nuevo, entonces, los campesinos cuyo tiempo no hace parte del calendario nacional. Un diagnóstico que todos los consumidores del feliz bálsamo de la paz compartiríamos, pero cuya violencia implícita empobrece cualquier negociación. Algún día, memorable o no, habrá que meter a las Farc en la historia.