De nada sirve que el Congreso trabaje en vez de ver partidos de fútbol si las horas de deliberación las va a copar promoviendo leyes como la de las zonas de interés de desarrollo rural, económico y social, también llamadas zidres.
Sobre las zidres varios observadores, expertos, columnistas y miembros de organizaciones han opinado. Se cree, por ejemplo, que llevarán a la sospechosa adjudicación política de tierras baldías que tanto se ha practicado. Con el antiguo estribillo de la colaboración entre campesinos y empresarios, habrá concentración de tierras. El modelo asociativo se decide lejos de las zonas o sin la participación de los saberes y la política de algunos de los involucrados. Es más: como también es costumbre, el material sobre el que reposa la fantasía desarrollista supone tierra virgen, solitaria, vacía. Tierra de atardecer color verde separata.
Todo lo cual estaría dentro de lo más o menos usual y esperable de no ser porque el Gobierno y algunos de sus ministros se esfuerzan por enmarcar la continuidad de su proyecto mágico-empresarial en el escenario del posconflicto. Las zidres vendrían a ser, y lo repiten abiertamente, un ejercicio más del posconflicto. De donde se sigue que la izquierda conteste, con previsible exageración, que las tierras de las víctimas serán engullidas inevitablemente por los empresarios. Y que hay un contraste, este sí menos discutible, entre la indiferencia frente a la aceptación de las reservas campesinas y la celeridad casi morbosa con que se les ha hecho la vuelta, juegue o no la selección, a los interesados en los jugosos baldíos.
Un término medio (y si se quiere tibio) en la polarizada discusión tiene que ver con lo fácil y estratégico que le ha sido al Gobierno hablar de víctimas cada que se topa con algún foro sobre liderazgo y paz. Mientras se niega, por el contrario, a aceptar que campesinos y colonos también tienen sus propias agendas económicas y posibilidades por fuera de la victimización.