
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En la larga lista de bufones que acompañan a Trump, uno muy pequeño, diminuto él, destaca: Marco Rubio. Por dónde empezar… de arriba para abajo, quizás: imposible obviar su capacidad para navegar las aguas impredecibles y siempre tóxicas de su amo. Estamos ante un voltearepas profesional.
Sobre Trump, más o menos esto decía el ahora Secretario de Estado: un aprovechado, advenedizo y estafador, un caudillo con pésima ortografía al que jamás deberían entregarle los códigos nucleares, un ignorante, un errático peligroso… llegado el momento de perder, supo cambiar de bando y darle su apoyo, tanto en el 2016 como en el 2020 y el 2024. Ese es Marco Rubio.
Hijo de inmigrantes latinos, supo ganar espacios políticos entre venezolanos y cubanos en Miami, a los que prometió proteger de la andanada de políticas migratorias estrictas. No mucho después, convertido al trumpismo, guarda silencio frente a la crueldad que caracteriza al Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) a la hora de detener personas, incluidos ciudadanos estadounidenses de origen latino.
En fin, este es el mismo personaje de reparto al que Trump le pide ahora que sancione a Francesca Albanese, la valiente relatora de las Naciones Unidas para la situación de los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados. Rubio la reprende por su supuesto “descarado antisemitismo” que no es otra cosa que una colaboración con la Corte Penal Internacional. La misma corte que ordenó, desde el derecho internacional, el arresto de Benjamin Netanyahu por crímenes de guerra y de lesa humanidad.
Se dirá que Rubio es un apóstrofe más, que no toma decisiones, ni merece consideración alguna. Un monigote que dice un día una cosa y luego la otra, con igual virulencia y convicción en uno y otro momento. Y es cierto. Su hoja de vida y trasegar político lo demuestran. Pero quizás es esa plasticidad, ese compás moral roto, el que lo hace tan relevante y capaz de hacer daño.
