El secretario de Seguridad mencionó el satanismo entre las idiosincrasias propias del Bronx. Interesado, quizás, en traducirle a la prensa con una metáfora sencilla lo que habían encontrado tras el operativo, se agarró del infierno.
No se trató de un lapsus ni tan siquiera de una anécdota curiosa. Más bien fue una estrategia, aprovechando que nadie con algún sentido de la empatía podría argumentar que la tortura, el secuestro y la prostitución infantil no son propias de algún abismo extra terrenal.
Intervenir el Bronx era un tema prioritario en la agenda higienista y modernizante de Peñalosa. Reducirlo a una historia de terror, sin embargo, también. La apuesta estética por la dimensión única del terror tiene sus consecuencias. Su uso no es tan transparente y desinteresado.
El filtro del terror le impone una temporalidad a toda la escena: el Bronx salió de la nada, estaba ahí, se creó porque se tenía que crear… Cosas insondables del infierno. El terror se mueve en unas fronteras morales que no son negociables. El terror no es partidista (quién podría serlo ante la vida de una niña esclavizada sexualmente) y por consiguiente no acepta ceños fruncidos ante el tipo de intervención que se divulgó en un video de la Alcaldía amenizado con música de suspenso y acción.
El terror, en fin, no requiere historia y tiene la capacidad de borrar las continuidades existentes con otras realidades locales y nacionales parecidas. El Cartucho, por ejemplo, es otro infierno aparte. El Bronx no tiene pasado y por consiguiente el futuro de los habitantes de calle y los consumidores de bazuco tampoco. Son un lienzo blanco para futuras intervenciones, que inevitablemente se leerán como historias de terror. Más y más infiernos.
La paradoja es trágica: el propio susto que produce el bazuco entre sus consumidores no ocasionales es utilizado igualmente por las autoridades como una poderosa narrativa estética que imposibilita cualquier debate ciudadano. Hasta esa experiencia tan devastadora les fue arrebatada.