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En plena pandemia caí en las garras de TikTok. La facilidad con que la interfaz se amolda a los gustos personales es divertida y adictiva. Mis predilecciones son bastante mundanas. Disfruto una buena dosis de gatos haciendo monerías, pero me atraen por igual la creatividad en el uso y abuso de cortos de películas, los bailes, los extractos de comedia stand-up, todo lo relacionado con comida y hasta los coloridos viajes nihilistas de la generación Z publicados bajo el #CoreCore. En fin, el remedio y la causa de cualquier noche de insomnio.
La persecución geopolítica a TikTok por parte de los Estados Unidos y la Unión Europea es explicable. China y sus oscuras políticas de empleo estratégico de la información están de por medio. La rapidez con que creció TikTok quizás lo amerita… aunque en riesgo está tanto como con Facebook o Twitter.
El libro del historiador Chris Miller sobre la guerra de los chips, Chip War, viene al caso. Los semiconductores son la materia prima de la vida diaria, su gasolina. Sin el acceso a la tecnología que fabrica los chips no hay celulares, computadoras y demás dispositivos digitales. Tampoco drones o armas de punta.
Si bien las posibilidades de tantos avances nacen en los Estados Unidos, los Países Bajos dominan una parte vital del ensamblaje desde la ciudad de Eindhoven y la apetecida empresa ASML, su faro tecnológico. También participan Alemania y Japón. China, por su parte, no cuenta con el conocimiento local necesario para impulsar sus propios chips. Los Estados Unidos, además, lograron recientemente que los Países Bajos restringieran la venta de semiconductores por razones de seguridad nacional.
La cadena de suministro de chips es un rompecabezas.
Entre tanto, queremos más fotos, más memoria, más rápido. Más allá de TikTok y los datos privados, están los que sostienen, con buenas razones, que habitamos ya una segunda Guerra Fría en la que la supremacía tecnológica está en juego. En esta ocasión, entre Estados Unidos y China. Y todos participamos.
