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El alto comisionado para la Paz le apunta a la guerra con una leguleyada en el caso del asesinato de Álvaro Gómez.
Como si no hubiese justicia transicional de por medio, el comisionado pide que los exmiembros de las Farc-Ep que han aceptado su responsabilidad en el asesinato sean castigados y pierdan sus curules.
Un gesto desafiante, politiquero e infantil. Por supuesto, no es el único funcionario en las mismas. Ni el más relevante.
El propio presidente Duque puso en duda que las Farc-Ep sean las responsables del asesinato. Y la Fiscalía, que actúa con la misma lógica política de los anteriores, llamó a declarar a miembros de la extinta guerrilla pese a que no es su turno para hacerlo.
Según el comunicado de sus magistrados, la JEP tiene competencia “prevalente y preferente para investigar los hechos del conflicto armado”. Aun así, el gobierno de Duque y la institucionalidad judicial que ha ido cooptando se le atravesarán como sea posible.
No ayuda que los exmiembros de la guerrilla saquen sus oscuras verdades con tardanza y de a poco, sin ninguna transparencia frente a lo que revelarán mañana o pasado mañana. La estrategia que utilizan le pone una presión innecesaria a la justicia transicional.
Al margen de los juegos desestabilizadores de los funcionarios del Gobierno, buena parte de la atención mediática se ha ido en la querella entre bandos afines a algún apellido expresidencial y sus teorías complotistas de turno. Inevitable y hasta cierto punto iluminador. Otro tipo de verdad estética que sale a la superficie.
Entre tanto, Carlos Antonio Lozada, el supuesto encargado de ejecutar la orden, ofreció indicios sobre el paradero de los guerrilleros que habrían efectuado el asesinato. De ser cierto que en vez de arrestarlos fueron asesinados por fuerzas del Estado acostumbradas a actuar sin vigilancia y en plan venganza, estaríamos ante un ejemplo adicional de lo sucia que fue esa guerra. Una verdad más.
